Gracias, por favor.

   Me gusta pensar que mis lectores tienen algún aprecio por la estética en el estilo y cierto interés en el mundo que les rodea, y me esfuerzo en mantener, dentro de mis capacidades, un mínimo de calidad. Estos parecen ambos motivos suficientes para que cualquier persona quisiera leer también este u otros medios similares, pero la realidad es bien distinta; diría que hoy día se ha perdido el buen gusto, e incluso el interés por dicho mundo, pero no sería sino una de tantas mentiras, repetidas cada decenio por sus correspondientes ancianos. Lo cierto es que el buen gusto siempre fue escaso, y el interés por cualquier cosa que sea interesante por si misma es un bien aún más exiguo.
    Si realmente se considera una persona de buen gusto, y le preocupa conocer la realidad, quizá incluso se horrorice a menudo ante las atrocidades cometidas en detrimento de ambos valores: qué narices, es nuestro mundo, si no nos interesa nuestro mundo ¿cual nos iba a interesar? Claro que no es raro que nos interesen otros —que me lo digan a mí—, siendo realmente el problema nuestro orden de prioridades, que es lo que definirá cuánto valoramos, por encima o por debajo de lo importante, las fruslerías que al fin y al cabo son una parte fundamental de nuestra vida. 


    De lo irrelevante no voy a hablar, porque curiosamente se cuela en nuestras vidas de forma irremediable, de modo que aún en las situaciones más comprometidas, y aun cuando todo lo demás falle, podemos estar seguros de que eso no faltará. Al final cada uno tiene sus aficiones, y si no las realiza las discute o las piensa.
    Me queda pues lo importante, pero para hablar de ello, antes he de advertir del peligro de esta etiqueta, que a menudo nos impide clasificar bien. Lo importante pues, puede serlo menos de lo que parece, y centrarnos en ello podría alejarnos de lo sustancial, que es en realidad lo que importa, y por ello de lo que quería hablar. Regresando a lo anterior, el problema no es que se hayan perdido el buen gusto ni el interés por lo relevante: lo que se han perdido, y ahí si debo dar la razón a los mencionados abuelos, son los modales. Por eso precisamente quiero alejarme de la temática y el tono habituales, y plantar los pies por unos minutos en nuestro mundo. Sí, sí, en nuestro mundo personal, el que mascamos cada mañana.
    Sucede que el otro día, navegando a través de la red de redes sociales (léase Facebook), topé con esto, cortesía de un amigo: 

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    Mi amigo, por si no queda claro, es lo que yo llamaría un señor con todas las letras, pero de los de zapatillas y montaña, que pueden ir a la opera sin prismáticos y aún así saben fijarse en los detalles, no importantes, no, sustanciales. Lo más interesante estriba en que yo podría rellenar libros y libros sobre las opiniones en las que discrepo con mi amigo, pero si tenemos algo en común, aquí se encuentra.
    Y dado que echo en falta la educación, que hasta donde he podido investigar, realmente existía antes de que nos engullera el individualismo egoísta
, estandarte de las últimas décadas, me resultó muy grato tal comentario. Es cierto que la sociedad nos invita a creer que tenemos derecho a todo aquello que podamos permitirnos, y que si yo contrato un servicio lo mínimo es que se me ceda. Pero muchos caen en el error de asumir que un servicio y un producto son lo mismo, bebiéndose igual una cerveza que al camarero, o confundiendo lo comprado con el dependiente. Un análisis en profundidad no tardará en reflejar que nos encontramos casi ante un paradigma, consecuencia de la educación recibida, que no es sino la falta de educación aplicada activamente. Lo más terrible de todo, es que lo que parecen simples normas de cortesía, reflejan simplemente el respeto que tenemos a los demás. Y es que estamos ante un problema de respeto a nuestros semejantes, no de falta de palabras bonitas.

   
Por eso quería compartir yo también esto con vosotros, porque lo que más me interesó del comentario fue que me hizo recordar que no todo el mundo es capaz de hacer cosas tan sencillas como pedir por favor o dar las gracias, en definitiva de respetar al que tenemos enfrente. Unas simples palabras, una sonrisa, aunque suene a tópico, y si lo es será por algo, pueden hacer que una jornada laboral de diez horas, por decir poco en según que casos, se vuelva más llevadera. Algo de amabilidad puede ayudar a que uno se olvide del idiota que hace unos minutos ha tirado la copa al suelo y no ha pedido ni perdón. Porque resulta que la persona que nos atiende no está ahí porque tengamos derecho a ello, está porque tiene que comer de algo, y probablemente no habrá dado con nada mejor. Qué menos que agradecer su trabajo, más cuando lo disfrutamos directamente.

    Tengo a veces la sensación de que se habla mucho de esto, pero quizá se escuche poco
. Y no es que pretenda dar lecciones de moral a nadie, al fin y al cabo, si yo soy capaz de pensar mínimamente en los demás y de valorar su trabajo, no puedo decir que sea por mérito propio. No hago más que lo que he aprendido, algo que ha quedado implantado en mí y forma parte de lo que soy, porque me han enseñado a ver. Y por eso digo que es sustancial, que va antes de lo importante, porque esta en un nivel inferior, si no en el núcleo de mi ser social, por debajo de las infinitas discusiones filosóficas y sistemas del universo que podamos construir. Ha de estar en la base del edificio, imprimado en el propio motor para que después tenga sentido cualquier otro mecanismo: si fallamos en el respeto a los demás, ¿qué vamos a discutir con ellos? ¿cómo vamos a valorar sus argumentos, o ellos a considerar los nuestros? ¿Tenemos derecho a hablar sobre el bien y el mal, sobre la corrupción de nuestros políticos o el futuro de nuestras sociedades, si no somos capaces de advertir, frente a nosotros, la figura de otra persona que nos sirve? Interesadamente, sí, por dinero, o por necesidad más bien ¿pero eso lo hace menos persona? Algunos es preferible que no respondan.
    Por eso me preocupa lo fácil que es sentir lástima por un león, por el que ya no podemos hacer nada, y lo difícil que resulta acordarse del prójimo.
Personalmente agradezco poder entender esto, aunque no sea yo el culpable de ello. Pero si algunos hemos tenido esa suerte, y resulta que actuamos guiados por un código, no ético sino genético, me pregunto si hay alguna forma de que podamos hacer ver a quienes no son tan afortunados como nosotros. Esa es pues mi reflexión, para lo que no era necesario más que ver la imagen presentada: ¿cómo podemos educar a personas de veinte, treinta o cuarenta años? No tengo una respuesta clara, pero al menos podremos dar ejemplo. 
 Muchas gracias, Imad.

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